But, What Ends When the Symbols Shatter?: Iconoclasia en la religión católica

A propósito de este ensayo, concatenamos nuestra hipótesis: 1) la imaginación simbólica se constituye en el seno del universo personal; significa en la conciencia. Sin embargo, 2) en Occidente, advirtiendo mediante un repaso histórico, puedo señalar y aseverar el eventual desuso de las imágenes simbólicas, mediante un evidente desgaste que algunos episodios y movimientos del arte occidental comprueban (examinaremos el gótico y el barroco); las formas de significar y los sentidos (comprensión semántica) de las mismas mantuvieron siempre estrecha relación con el dogma católico, del cual se esculpe la estética y sensibilidad contemporánea de dicha cultura; con la reducción de los símbolos a su valor de signo (a favor de una pedagogía dogmática de lo literal, fruto del pensamiento católico), estos corrieron el riesgo de perder su relación natural con la sociedad que los emancipó a un grado secundario, en buena medida gracias al triunfo del positivismo y el cientificismo, herencia del cartesianismo. Así mismo, nos convencemos de una histórica tradición en Occidente, la cual señalamos: iconoclasia. 


Comencemos señalando un vocabulario. Pensando dentro de la disciplina de la lingüística y la semiótica, proponemos lo siguiente: si el signo es una parte del mundo físico, el símbolo lo será del imaginario (Cassirer, 1968). Aún antes de concebir esto, aclaremos que el símbolo es en sí mismo un signo, y por ello, el signo, físico o imaginario, pertenece y es fragmento del mundo humano. 


La imagen, del que la conciencia dispone para (re)presentar de manera “directa” o “indirecta” la percepción o la sensación, obtiene sus graduaciones según constituye una “adecuación total perceptiva” o la “inadecuación extrema”, en términos de Durand (1968). Con él, llamamos “graduación total” a una copia de la sensación fiel; diríamos, que literalmente deviene en imagen mental. Cuando la cosa en-sí-misma (de una letra, un árbol, el fuego o el conjunto de signos lingüísticos de su concepto: f.u.e.g.o), en terminología de Kant, se presenta ante el “espíritu”, cumple su valor de signo, es decir, brinda a nosotros un significado y un significante; tenemos imagen acústica y un concepto que le constituye. 


Por otro lado, la “graduación inadecuada al extremo” es el elemento del signo “eternamente separado del significado” (Durand, 1968), de su imagen acústica. Este reino que señalamos como “inadecuado al extremo”, y que es la manera indirecta de graduar a la percepción, le corresponde, como veremos, al símbolo, al reino de la imaginación. Ahora, indudablemente, como forma natural de ser signo físico, el significante (el concepto, sus letras, la señal física) reina en el mundo de la percepción; sin embargo, un símbolo, sin carecer de él (el dibujo material de una paloma en el sentido de “paz” y la bandera de un país siendo un emblema, que es un tipo de símbolo, p. ej.), es forzosamente, para constituirse, ajeno a UNA significación, y no le corresponde sólo UNA imagen acústica o hasta carece de ella (nada hay físico de la paloma que realmente signifique “paz” y la paloma, en alguna cultural, en algún momento histórico, bien pudiera ser paloma y nunca (re)presentar la “paz”). 


Una vez explicado lo anterior, nos es necesario identificarle relevancia a la distinción antes señalada Para llegar al símbolo hemos de navegar, por medio de la imaginación, hasta encontrar la pluralidad; entonces, por concreción, atinamos a los numerosos sentidos y no a una significación. Los “sentidos”, más que significar, producen relaciones naturales. Finalmente diremos, el símbolo es la relación natural entre el significante y su significado que yace ausente, que es imposible de percibir física o materialmente de una sola manera o que no la tiene. Es epifanía pura, claro, en su encuentro. Por ello, el accionar psíquico de todo símbolo es aquello predilecto de lo “no-sensible”, de lo surreal, de lo ausente (de los dioses, los fantasmas, el mito; existe en el arte y en la religión). 


En cualquier religión, paralelamente, al menos en su origen, encontramos distintas formas de símbolos, de evocaciones, por hacer nacer y crecer en su centro, la esencia de su metafísica. El budismo, el hinduismo y distintas religiones o denominaciones de herencia oriental (de la cultura védica, rumánica o china, p. ej.), han constituido para sí mismas una cierta forma de (re)presentación clásica y que guardan en su centro. Han coronado al símbolo en el trono de la representación, y la han imaginado en todo aquello que no es del todo “literal”; han configurado en sus iconos la ausencia de la imagen concreta. En cambio, y este mismo estudiamos acá, en Occidente, la cultura, su transfiguración y su independencia intelectual, filosófica, económica, religiosa, geográfica y demás, procuró, con el paso histórico, arrebatar la epifanía de su reino, despojar a los símbolos de su representación. 


Los iconos del símbolo, paradójicamente, han desaparecido del arsenal artístico o de la representación teológica del mundo occidental (paradójico es que la cuna de esta cultura deviniera, en el arte, también en el nacimiento de la fotografía o la cinematografía y, sin embargo, se convencieran por desplazar el símbolo). A este movimiento dialéctico de la cultura occidental hemos de llamarlo “Iconoclasia”, que etimológicamente, del griego εικονοκλάστης, significa rompedor de imágenes. En Occidente, se rompieron las imágenes que nacen del símbolo. ¿Por qué nos hemos convencido de esta última observación? 


El modo de ser del conocimiento simbólico jamás alcanza su “objetivo”, por hacer nada explícito su mensaje y estar alejado de la concretez; por otro lado, no decimos que Occidente carece desde siempre de la pedagogía simbólica, es decir, la enseñanza mediante su uso. Las enseñanzas del cristianismo primitivo, por ejemplo, absolutamente encausadas de los evangelios bíblicos, están repletas de parábolas y comparecen a la analogía, ambas imágenes o iconos pertenecientes al mundo simbólico. La parábola del grano de mostaza, las enseñanzas y las alegorías del sermón del monte, entre otras formas simbólicas de representación, son fuente primaria de la teogonía cristiana, y posteriormente fueron adoptadas y establecidas por el catolicismo. A ello, una ruptura epistemológica, superados los obstáculos epistemológicos de su época (Bachelard, 2000), el comienzo de la civilización de Occidente (herencia de Carlomagno y el imperio romano) impuso dogmas y criterios clericales, los cuales, posteriormente, alimentaron la finalidad de su pedagogía religiosa para expresarse fielmente en una traducción literal/objetiva de sus enseñanzas. 


Pedro Pablo Rubens, el pintor belga de la escuela barroca, es un excelente ejemplo de traducción y literalidad de las enseñanzas cristianas, específicamente católicas. Aquí observamos su pintura, La caída de los condenados” (1620).

Esta pintura religiosa presenta de protagonista al arcángel Miguel, en la lucha bíblica que ocurrió en el cielo y por la cual se desterró a los ángeles rebeldes del reino celestial. Esta forma de presentación es cuasi matemática, sin obviar que es mística e inequívoca. El rechazo del mundo de la “imaginación”, por el del objeto purificado y literal, es cometido de esta obra. No hay duda, esta pintura del barroco cúspide tiene sus raíces en el pensamiento cartesiano. Pero, expliquémoslo.


La herencia del mundo católico es el del pensamiento cartesiano, pues Descartes, fiel al despojo de la inducción de los errores, establece la verdad de los algoritmos y el método, el cual ciñe el ser espiritual católico. El método, que produce explicación científica y por tanto veraz e inequívoca, es ajena del lenguaje poético, el lenguaje de los símbolos, que lo hace indirecto y epifánico. El método, en la pedagogía católica, se opone a una libertad de elección, pues su enseñanza busca objetividad; no conduce a la “iluminación” epifánica; lo reemplaza la ilustración; quiere hacer reinar el dogma. El dogma, el cartesianismo matemático y objetivo, devendrá en la escuela positivista de los dos siglos pasados, esencia del mundo absolutamente católico. El catolicismo, que históricamente se ha buscado paso en la sociedad bajo su vivo deseo de gobernar con un fin monolítico, se parece en actitud al pensamiento positivista, el cual deseaba reinar y probarse unívoco.


Ahora, sin impedir el ornamento, más bien por completo objeto ornamentístico, el arte barroco y el arte gótico (católicos y nacidos de Occidente) (Rubens, Rembrandt, Rubliov, lo son, pintores católicos), conquistan el pensamiento contemporáneo y lo iluminan hasta nuestros días. El arte religioso en Occidente, por ende, niega la interpretación “libre” de los textos sagrados. El vitral, el fresco, su escultura e ilustraciones basan por entero sus fuentes en el dogma, en el deseo de concretar lo “literal” de lo manifestado en los textos sagrados, hasta acabar concretándose en un puro deseo de ornamento (las catedrales góticas, por ejemplo).


No por ser una cruz un signo es por tanto símbolo. Sí, claro que significa y no hay nada en esa cruz que literalmente nos lleve a Jesús, como una paloma podría bien no llevarnos a la “paz”; y, sin embargo, no hay nada en esa cruz, expuesta en ese sitio, colocado ornamentalmente en ese espacio, que pueda traducirse de otra manera. No permite excusas, esa cruz siempre muestra directamente la crucificción de Cristo, y no de manera indirecta o epifánica. La cruz no es un símbolo en Occidente, es un signo literal.

Catedral católica y vitral en Oaxaca, 2016.

Catedral católica y vitral en Oaxaca, 2016.



En el pensamiento de Augusto Comte, de herencia Cartesiana, encontramos el mayor logro del desplazamiento o reducción del campo simbólico, la Iconoclasia occidental (Bachelard, 2000). Y aunque el positivismo es en sí mismo un despojo de la credulidad de Dios, por adoptar una racional fe en el descubrimiento y conocimiento humano, la concepción de una preferencia por el signo y la aniquilación de los símbolos, en términos antropológicos, da paso a la alienación del dogma; teológico en este caso, de la fe católica.


Los historiadores de las religiones, muchas veces confundidos por etnólogos y lingüistas, han aprendido de dicha objetividad, efecto directo del mundo cientificista del positivismo francés. La historiografía misma ha deliberadamente devenido en monografías y biografías, el acento de la comprobación. La necesidad de fenomenólogos y epistemólogos en esta disciplina, que del mundo de la psicología abonan material de estudio, fue señalado por sus mismos pensadores y matizadores; Mircea Eliade, por ejemplo, en su libro intitulado “Imágenes y símbolos” conviene destacar la importancia de entender el pensamiento contemporáneo (en el que ubica al de los historiadores de Occidente) como una forma de reducción de la psique humana.


Eliade recuerda que situar al hombre y mujer en la historia equivale a pensar históricamente para satisfacer el problema de la abstracción. Sin embargo, “lo que es concreto es el fenómeno religioso manifestado en la historia y a través de la historia. Y por el simple hecho de que se manifesta en la historia, se halla limitado, se halla condicionado por la historia” (Eliade, 1987). Justificar las intuiciones no cabe dentro del examen histórico, es obvio. Todo tiene una Historia y puede ser ubicada. Es imposible suponer que la idea de la inmortalidad del alma, por ejemplo, se intuyó, como un asunto espontáneo y de libre conciencia. Se encuentra condicionado por la historia. Valdría la pena, por ende, preguntarse de qué cultura procede cristalizada esta idea. Entonces, concluimos que la idea es histórica y el mensaje religioso lo es. Por ello, considerar que la iconoclasia es un proceso histórico, y por tanto, estrictamente auténtico del fenómeno religioso, nos resulta práctico para comprobar su proceso real y auténtico.


No obstante, pensar que el razonamiento es vehículo a la condición histórica es correcto, en tanto comprendemos que otras maneras de la razón se ciñen a más y diversas capacidades del complejo psíquico. Los ensueños, la melancolía, la beatitud estética y la evocación no son históricas, sino que superan esta condición del pensamiento y se desprenden desde el poder de las imágenes y de los símbolos. Hablar de otras zonas del inconsciente es necesario, por ello, a favor de superar la conciencia histórica y objetiva de la realidad; “baste con recordar a los místicos y a los sabios de todos los tiempos, y en primer lugar a los de Oriente” (Eliade, 1987). Esto mismo es posible ser comprobado mediante el siguiente ejemplo que el mismo Eliade comparte:


“Cualquier templo indio visto desde arriba, o visto en proyección sobre un plano, es un mandala, a la vez un microcosmos y un panteón (...) el hombre tántrico tenía necesidad de una experiencia personal para reanimar en su conciencia ciertos símbolos primordiales”.

Templo Borobudur, Indonesia.


Una cita como esta parece acercarse mucho a aquello que deseamos delimitar. El hombre de Occidente, por la misma locación que le concede su espacio en la historia (geográfica, económica y por ende socialmente), perdió la necesidad de creer en Dios a partir de la experiencia personal. La experiencia religiosa en Oriente, por otro lado, y según Eliade, el caso de la cultura India, vela el deseo de identificar una mística dentro del microcosmos en relación directa con la experiencia personal y la penetración del mundo interior que sólo concede el poder del símbolo.


La iconoclasia, por ello, es una fuerza que tiende su vía en la experiencia religiosa y dogmática de cierta parte del mundo, a través de cierta raíz histórica específica y es la Occidental. En Oriente, por ejemplo, en la India, el mito es eterna doctrina que funciona dentro de la experiencia religiosa. El mundo de Occidente ha reducido sus mitos y por ende, arrebatado a sus símbolos. Los acercamientos indirectos para el feligrés no deben ser esenciales, piensa, en tanto que el catolicismo se promueve monolítico; piensa gobernar a partir del dogma y gracias a ello los ha desplazado y sepultado en viejos signos que ahora sólo son comprobables por todos en la medida en que se relegan a elementos de “otros tiempos”, de un tiempo “arcaico” que no pertenece al propio dentro de la contingencia histórica. En Occidente, los símbolos fueron sepultados en la historia y los posee el hombre “primitivo”. Oh, ¿cuánto no pierde gracias a esta fulminante adecuación?!


Bibliografía:


A) Bachelard, Gastón (2000). La formación del espíritu científico. Siglo XXI editores. Vigesimotercera edición.


B) Cassirer, Ernst (1968). Antropología filosófica. Una introducción a la filosofía de la cultural. Fondo de Cultura Económica; p.


C) Durand, Gilbert (1968). La imaginación simbólica. Amorrortu editores. Segunda Edición.


D) Eliade, Mircea (1987). Imágenes y símbolos. Taurus ediciones, Altea, Taurus, Alfaguarda S.A. Cuarta reimpresión.

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